sábado, 6 de abril de 2013

Room 237


Mis puntos de referencia diarios, si los hay, son casi siempre en forma de películas malas que hacen inolvidable un día que a todas luces es una fotocopia del anterior. 

Pues sí, amigos, esas películas de mierda son las que marcan la diferencia en un día que de otra manera sería insulso. Son las que, tras casi dos meses sin actualizar mi blog, me impulsan a sentarme un sábado ante el ordenador y dar rienda suelta a mis dotes pseudoliterarias (eso y las dos copas de vino que me tomé en la comida). No hablo de una mierda cualquiera, perfectamente olvidable, sino de esas mierdas que dejan una impronta, esas que vienen rebozadas en purpurina dorada vintage, disfrazadas de joyas,  y en cajita de terciopelo. 

Hablo del bochornoso documental Room 237, en la que unos críticos (¿pero quién carajo son?) hacen una autopsia a la magistral El Resplandor. Los conspiranoicos se empeñan en encontrar una explicación oculta, un sentido, una significación a lo que les rodea. Serían capaces de ver una señal en un zurullo en la acera. Piensan, astutos: «Ese cagallón está ahí por algo. No es casualidad. Todo está entrelazado en el universo. Todo se conecta con todo en formas que no podemos entender. Bueno, vosotros no, yo sí.»

Las teorías que vomitan alrededor de lo que supuestamente trata El Resplandor cubren un amplio espectro a veces directamente vergonzoso, otras totalmente ridículo, en ocasiones desternillante, pero siempre manteniendo un grado de estupidez notable. Lo único bueno del documental son las imágenes de la película de la que hablan. De la que dicen bobadas hasta decir basta. 

Entretanto, voy a hacer un inciso que no os dejará impasibles. Acabo de levantarme de mi silla de trabajo y he cogido un metro: la distancia que hay entre el retrete y el lavabo en mi casa es 110 cm. Gracias a Google, sé que el cuadrado de 110 es 12.100, que es exactamente la distancia en kilómetros que hay entre Bomas, un pueblo en Francia y Kahawa West, en Kenia. Se pone emocionante la cosa. Pero aún hay más: el cuadrado de 12.100 es 146.410.000, que parece ser que es el tiraje de un sello checoslovaco del año 1958. Inquietante, lo sé. Hay una conexión oculta que tengo que descifrar. Voy a buscar más datos y os diré algo más tarde: ahora mismo me voy a servir un whisky porque me abruma la importancia cósmica de todo esto. 15 horas más en Google y encontraré la respuesta.

Pues en torno a conjeturas agarradas con pinzas, basadas en hechos, fotos, cuadros, latas de comida, que difícilmente significan nada, se construye este documental. El Holocausto, las teorías conspiranoicas en torno a la llegada a la luna, la colonización de Norteamérica, hay sitio para todo eso en las cabezas llenas de ya sabéis qué detrás de las voces sin cara del documental. Como todos sabemos que Kubrick era un tipo obsesivo, es inconcebible que en alguna de sus películas haya un error de raccord, por lo tanto la única explicación posible, e irrefutable, es que... ¡claramente está intentándonos decir algo! Esa silla que desaparece: un claro ejemplo de la fragilidad de la existencia, o alguna tontería del estilo.

Mientras veía solitariamente el documental (mi compañero de 'visionado' con muy buen juicio se quedó dormido en los primeros minutos), no podía dejar de pensar en Stanley Kubrick: ¿qué pensaría de tanta gilipollez? ¿Quienes son estos tipos que en una máquina de escribir alemana ven una referencia al Holocausto? ¿Qué metáfora puede expresar un enanito que (ahora está-ahora ya no) de Blancanieves? ¿Qué carallo tiene que ver un esquiador con el Minotauro? En dos palabras: ¿Qué cojones?

Está claro que hay mucha personalidad obsesiva por ahí adelante. Son esos que son capaces de ver las películas 30 veces, dándole al pause, al rewind y al fast forward, destripando una obra y convirtiéndola en una mera sucesión de fotogramas, esperando encontrar algo relevante, con significado, algún mensaje para ellos. Yo me considero obsesiva: si me gusta algo lo veo/oigo hasta la saciedad y más, pero puramente por el disfrute que me da. Nada más. A disfrutar, obsesivamente, si queréis, pero dejad de joder las películas buenas. Solo puedo añadir esto: a veces es mejor estar muerto para no ver lo que hacen con tu obra. Eso sí: ¡Larga vida a Kubrick y a su obra!





lunes, 11 de febrero de 2013

Mama (2013)

En este mes no vi muchas películas, la verdad. Y las que vi no me dijeron mucho. Por poner un ejemplo, empecé Martin (1976) de George Romero, que es cojonuda, o eso dicen, pero a mí me pareció un coñazo, con ñ, por mucho que mi ordenador se empeñe en poner 'codazo'. Ni terminé de verla. Soñé que pasaba noches en vela, pensando ¿estará dejándome de gustar el cine de terror? No, no, qué va: lo que pasaba es que estaba bajo los efectos de la melatonina y quería irme a dormir. ¿Y por qué estabas hormonada?, diréis. Pues es que me la recetaron porque mis oidos me hacen sentir:

a) como si tuviese avisperos a modo de pendientes;
b) o una caracola pegada a cada oreja;
c) como si los que me hablan a 2 m estuviesen a 20 m;
d) como si los que me hablan a 20 m estuviesen a 2 cm;
d) como si los que me hablan a cualquier distancia tuviesen voz de robot;
e) como si acabase de subir un puerto de 3000 m en 2 segundos;
f) o como si estuviese captando comunicaciones en morse.

Ninguno de esos estados es excluyente. El a) viene ya de serie y puede aparecer combinado con el d) y el e). A veces incluso ocurren todos a la vez. Total, el médico, claramente con buena intención, me recetó un medicamento que contiene melatonina y supuestamente iba a mejorar mis acúfenos, pero lo único que hizo fue darme un mes entero de sueños delirantes y vívidos. Me tomaba una pastilla con algo de emoción cada noche, pensando: ¡Qué guay, a ver qué sueño hoy! Y me metía en la cama para quedarme dormida casi ipso facto y soñar sueños desordenados e intensos. Estuve un mes soñando con muertes, con bebés, con maletas, con gordos, con meteoritos, con tiendas y con edificios en ruinas. Soñar...soñé, y recuerdo alguna vez levantarme de la cama con un EUREKA dibujado en mi cara, porque había soñado la historia perfecta, la que escribiría y me catapultaría a la fama, bueno, a la fama, pero para cuando salía del cuarto de baño ya no me acordaba de nada. Dejé de tomarla porque mis oídos seguían pitando, ahora incluso con un eco de reproche por querer deshacerme de ellos. Ya volvemos a estar en paz.


Ahora que estoy libre de melatonina, parece que soy capaz de ver una película entera. Mama (2013),  de Andrés Muschietti, y producida por Guillermo del Toro, fue una de las películas más recientes que vi. Gracias a algún fenómeno cósmico que solo ocurre una vez cada mil años, empecé a verla sin saber lo que me iba a encontrar. Es decir, no vi ningún trailer, ni leí ninguna reseña. Casi casi, ni vi el cartel. Sabía que era de terror, y llamándose Mama, habría niños, con lo cual empecé a verla con las expectativas muy altas. Me pareció que empezaba muy fuerte y se iba desinflando, como un globo descontrolado, esparciendo miasmas cinematográficas durante su breve vuelo fatídico mientras lo miran con cara de hastío. La película es visualmente impactante, quizá muestra demasiado, para mi gusto... ¿estaré haciéndome mayor? No tenéis que contestar, gracias. Desde el punto de vista del director, tiene que ser muy difícil, con los efectos especiales desfasados de hoy, rechazar un 'ponme una cara demacrada por ahí' o 'un esqueleto por allá'. La tentación es demasiado grande. Pero cuando sabes de qué va todo y lo único que te queda por saber, es, por así decirlo, el color de los calzoncillos del director, pierde mucho el interés. Cierto es que nos espera un momento de tensión, pero bueno, echando la vista atrás, ves que el grado de importancia que tiene ese personaje en la película solo podía desembocar en algo así.

El director ha querido mostrar todas las cartas en los primeros 20 minutos de la película, limitándose a contarnos durante el resto de la película la historia con estética gótica tras esa explicación. La religión siempre es un valor seguro. Lo que nos cuenta esta película ya nos lo imaginábamos, es que lo veíamos venir. Los espectadores de terror tenemos que cargar con la cruz de que nos tomen por tontos un poco más que a los demás, que ya es decir, pero, a decir verdad, nos la pela. No somos rencorosos. O por lo menos nos la pela las primeras 99 veces: la número 100 ya decimos '¡Hasta aquí hemos llegado!', chasqueamos la lengua, fruncimos un poco el entrecejo y seguimos viendo la película. Que no piensen que nos la meten así como así. Siempre nos queda disfrutar del espectáculo de los CGI.

Lo que sí me produjo la película es mucha ternura porque en ella hay una niña, la pequeña, que me recuerda a mi hija. Sobre todo cuando vocifera: ¡No!, come cosas que no debería comer y se arrastra como un bicho. Qué grande es la maternidad. Estoy segura de que millones de madres se sentirán identificadas conmigo. Yo por lo menos conozco a tres, vaya.

En resumen, me parece una peli...olvidable, como los sueños de melatonina.






miércoles, 16 de enero de 2013

La molicie, La casa roja (1947) y La casa encantada (1963)

No estoy en una etapa precisamente creativa. Estas vacaciones han sido muy divertidas pero poco productivas; más o menos, han sido el equivalente mental a ir un día tras otro a una cena con un pantalón de cintura elástica: no hay que pensar, solo hay que dejarse llevar. No hay obstáculos entre tú y tu cerdería, ni incómodos recordatorios de que te estás pasando. Así que durante las últimas 3-4 semanas me he tirado a la molicie sin concesiones, y en todos los ámbitos: he visto películas malas, he bebido cerveza, me he comido paquetes de galletas de una sentada y me he gastado algo de dinero en mierda fabricada en China. Creo incluso haber leído alguna novela sueca de asesinatos pero no pondría la mano en el fuego. Bueno, pues has hecho lo que haces cualquier otro mes, diréis. Bueno, sí, puede ser. Este corrector me cambia el adverbio 'compulsivamente' por 'compasivamente', así que está en vuestras manos adivinar cuál se corresponde mejor con mi actitud hacia todo lo anterior.

Quizá por los excesos físicos y carencia de estimulación intelectual real, he pensado que si veía alguna peli de terror clásico subiría un par de puntos mi escala de sesudez. Más bien subiría un par de puntos imaginarios una proyección deformada de una sensación ficticia y efímera de sesudez. No habéis entendido nada: yo tampoco. No tiene mucha lógica. Pero no siempre la lógica nos mueve. Sin ir más lejos, analicemos unos sentimientos tan familiares como son la glotonería y la dejadez: nunca hay que subestimar el poder de movilización que tienen. Por ejemplo, durante mi primer embarazo, por el tema de la listeriosis me prohibieron tomar jamón. No lo tomé, no pasó nada y el niño nació bien, aunque con un marcado parecido con una gamba recocida. En mi segundo embarazo, y como el primero había ido bien, decidí saltarme la recomendación del médico y tomar jamón, chorizo, lomo y mortadela más o menos cada 2h. No contemplé más que de soslayo que si efectivamente no había cogido listeriosis en el primer embarazo fue precisamente porque le había hecho caso al médico. Al fin, no pasó nada, y la niña nació bien, aunque me acaba de dar una hoja en la que ha dibujado unos 200 gatitos con cara de persona y ahora mismo me está mirando escondida detrás de una silla desde el otro lado de la habitación. Bah, nunca sabes.

Así que, en mi proceso de pretendido enriquecimiento interior, he visto dos clásicos: La casa roja (1947), de Delmer Daves, y La casa encantada (1963), también conocida por su título original, The Haunting, de Robert Wise. No os voy a decir que las tuve que ver en compañía, con la luz encendida, y que oía carcajadas y crujidos en casa, pero ambas películas son efectivas y un buen ejercicio de artesanía cinematográfica, lo que entre tanta modernidad, supone un respiro de aire fresco. Volver a los orígenes sirve para ver las cosas desde una perspectiva más sosegada, y aunque solo sea de vez en cuando, hasta llega a dar una especie de anticuada paz entre tanto fuego artificial del cine de masas actual. Sabéis que no me gusta decir mucho sobre el argumento de las películas, por eso, y porque no sé muy bien de qué hablo, no me extiendo demasiado en analizarlas. Las veo, si acaso tomo un par de notas, y si las disfruto, hablo algo sobre ellas. Como todo en esta vida, lo importante es que te guste.  Y ambas películas me gustaron. En la misteriosa, oscura y gótica La casa roja, el gran Edward G. Robinson, cuyo físico bulldoguiano ayudó a encasillarlo en papeles de malo,  se tiene que enfrentar a su pasado, que lo espera muy cerca de su casa. La banda sonora es memorable, al igual que el desenlace de la película. No es fácil quitarse la perspectiva del terror actual cuando ves una película de 1947, y es verdad que no ha envejecido bien, pero no es algo que se le pueda reprochar.  En La casa encantada se juntan un gran guión, grandes personajes y un éxito total a la hora de provocar una reacción neurótica en el espectador. No sabemos si la chalada está chalada. Si estuviera tan chalada, nosotros, como espectadores, ¿por qué dudamos de lo que estamos viendo? ¿Hay fantasmas o qué? ¿Por qué a alguna gente le gusta Maná?
Quién sabe.